martes, 29 de octubre de 2013

Las consecuencias inevitables de lo que te puede decir tu mamá

Una vez mi mamá me dijo que cuando el Estado quería castigarnos no oprimía las huelgas con los agentes anti-disturbios, sino que subía el precio del pollo. Eso ocurría hasta que el pueblo clamaba justicia ante aquella crueldad o se le termine por cortar la cabeza al mandatario (que, en muchas ocasiones, nos reducen a lo mismo: hay quienes siguen buscando la cabeza de Luis XVI) . Estoy tomando como supuesto que estamos hablando de épocas de paz (si es que realmente podemos ubicarnos en algún momento de la historia de la humanidad donde esto ha sido posible) y no épocas de la tan odiosa guerra ni de las tan terribles dictaduras (que son un poco parecidas). Lo que sucede es que, aunque suene soñador y es casi inverosímil, la gente confía en demasía y cuando nos vemos atacados por aquello en que confiamos simplemente queremos alguna satisfacción. Ahora bien, no siempre le terminamos por arrancarle la cabeza  a las personas que nos ofenden, eso es una salvajada, y la verdad eso implicaría que ser congresista sería un suicidio y es que este hecho aún no es entendido así porque ha quedado demostrado por la experiencia que ,inclusive en aquellos que son los más ajenos, a pesar de las terribles evidencias que nos confirman que depositar la confianza en los desconocidos resulta caro (por eso las personas confían aún en los políticos) nosotros seguimos confiando.

El hecho trascendente resulta ser lo que me dijo mi mamá ese día y, como la cabeza de Luis XVI, esta idea se me metió tanto en la cabeza como para pretender separarla de entre mis hombros. El hecho es que esto es solo figurativo, al pobre "Luisito dieciseis" de verdad se la quitaron, pero quien se la quitó fue una idea más fuerte que la mía: ¡Viva la Ilustración!

Vayamos a lo concreto...

A pesar de que suene redundante,ante los efectos de este tema (esto es casi una certeza) llegué a la conclusión de que la gente apela a la honestidad de un completo desconocido. Eso he notado basándome en la simple observación. El otro día estaba en el micro y el cobrador del vehículo se había desmemoriado y realmente no sabía qué pasajero le había pagado por el servicio de llevarlo por las calles de la ciudad y, para gravedad del asunto, no había repartido los boletos respectivos. Entonces el cobrador recurrió a una medida cuanto mucho cándida. Preguntó a quienes habían acabado de subir (yo entre ellos) si les había pagado. Yo había visto quien ,entre los que subieron conmigo, había efectuado el pago realmente y quienes no. Extrañamente todos decidieron decir la verdad. Seguramente pensaron que la mentira, o alguna traición a los propios principios, no valía el pasaje. Pero el hecho es que el cobrador no pareció reparar en el hecho de que cualquiera le pudo haber mentido en ese momento de amnesia (que por lo pronto parece que nunca logró recobrar la memoria) porque no se atrevió ni a dudar en ningún instante. Osea que este muchachito no se dio licencia alguna para formular una sospecha que cualquiera sí haría como cuando nuestro hermano nos permite usar la computadora y nos encontramos con que todo el historial ha sido borrado, entonces sospechamos de los pasatiempos (la silla está muy caliente..que asco) Pero aquel hombre que ahora me pregunta sobre si le he pagado no se le  asoma por el rostro ni el menor signo de la  duda y yo pensé "puedo salir impune ante la mentira, y, por sobre todo ahorrar mi dinero, pero soy muy escrupuloso para cometer esa crueldad" y le di el justo pasaje.

Pero, supongamos que este sea un caso aislado y, por tanto, una excepción ya sea porque podemos calificar al cobrador de ingenuo o que pertenece a esas almas caritativas que cada vez abundan menos. Por eso, como Nietzsche (ese sujeto de los bigotes sorprendentes), partiré de la idea base de todas las sociedades : los principios del comercio la "compra- venta" en un ejemplo cotidiano para reforzar lo que digo.

El clima de la ciudad de Lima es tan impredecible como el horóscopo y, cuando se despertó esta mañana, el clima estaba tan helado como el abrazo de una suegra. Entonces usted buscó la ropa que más abrigue (y le prevenga de una pulmonía de padre y señor mío) y decidió salir a la calle vestido de esquimal. Unas horas más tarde, ya cerca al mediodía el sol sobre su cabeza es tan fuerte que su vestimenta hace creer a quien lo ve que usted no tiene el menor sentido del ridículo. Frente a esto, usted va a una bodega y, por el cambio de un sol, le entregan una botella de agua helada.

Pensemos ahora y alejémonos del hecho simple de que se logró saciar la sed y de que usted se ve espantoso vestido así. Más bien, adentrémonos  en la relación en sí con la compra y en los presupuestos que hacen posibles estos hechos. Unos presupuestos fáciles son los de existencia , es decir, que el dinero tiene que existir, el agua tiene que existir (sino existe hay que poner realmente en duda lo que hemos acabado de beber) , inclusive las personas tienen que existir y hablar el mismo idioma, de otro modo la acción de la comunicación tomaría mucho tiempo y como para convencer de que se quiere comprar una botella con agua y no veneno. Los otros presupuesto como los de acción y los presupuestos lógicos (los necesarios que funcionen como resortes y como causa de estos efectos poco o nada sirven aquí). El asunto es que el agua es recibida y, desde luego, bebida. Para que esto último sea posible el líquido elemento, sin lugar a dudas, tiene que estar en su mejor calidad y ser agua potable, pues no agradaría beber agua de caño o de otras fuentes nada agradables (como el inodoro) y que lo reduzcan a su mínima expresión en un ataque diarreico que lo consuma por completo. Solo un verdadero orate o un suicida bebería algo que tiene todo el aspecto de producir la muerte a quien lo bebe.(un suicida y un orate no son términos intercambiables y menos sinónimos, puede que un orate pueda llegar a consagrarse como suicida, pero no todo suicida está loco: he conocido de suicidas que, incluso instantes antes de tirar del gatillo, se encontraban bajo la luz de la más elocuente razón para luego pasar a la luz de la morgue).

El asunto es que ha bebido todo de la refrescante botella y regresa a casa a seguir con su aplastante rutina. Ya a la mañana siguiente, mientras busca su calzoncillo por la casa, un programa noticioso informa acerca de un bodeguero que vendía agua del inodoro en botellas haciéndoles creer a los incautos que era agua de reconocidas marcas de bebida. Entonces usted decide nunca más comprar en esa tienda, porque ahora la infamia y una sanción de miles de soles asolan la bodega y es que, mal que bien (o todo lo contrario), han traicionado una confianza no escrita, pero sí acordada; no dicha, pero sí entendida (el ser al que le era lícito prometer falta a su promesa) que se crea entre las relaciones de las personas, inclusive entre los más desconocidos, porque creemos que ellos nos deben la verdad como nosotros se lo debemos al prójimo (el problema es que el prójimo muchas veces no piensa igual) pero nosotros, los seres de buenas costumbres, (aunque eso de buenas costumbres bien podría ser la mentira más efectiva del mundo porque que la hemos terminado por creérnosla) seguimos creyendo que nos deben la verdad y apelamos a la honestidad de la gente: Ya hasta el más taimado de los hombres lo hace.