domingo, 19 de enero de 2014

Todos tenemos un tío con plata

La experiencia más cercana que he tenido con la muerte sucedió cuando conocí a mi tío Segismundo, un anciano que me inspiraba un respeto de ultratumba por darme la impresión de que se caía a pedazos tras cada paso que daba. A quien, sea el destino o una fuerza omnipresente que la gente llama "Dios" y otros "Estados Unidos", murió repentinamente  una tarde de julio cuando,en  una reunión por su cumpleaños,abrieron la tradicional botella de champagna cuyo corcho salió disparado, con una fuerza irresistible, y se estrelló en medio de las cejas del susodicho tío. Pero existe un detalle en este asunto, mi tío Segismundo  (que casi lo podíamos utilizar como tabla Ouija por estar tan bien repartido entre el mundo de acá y los de más allá -no confundirse con los japoneses que también viven lejos) le había dado "el síndrome del tío rico" (que consiste en que todos los herederos van muriendo como moscas mientras el anciano parece estar mejor cada día y no tiene la decencia de morirse). Así que esta repentina muerte del tío a manos de un corcho (proyectil) con complejo de bala homicida dio qué pensar en mi familia por ser demasiado "casual" y casi una alegría (para quienes se creían herederos) y una molestia (para los pobres diablos que se quedaron sin nada). Así que los más astutos emprendieron la búsqueda del testamento (osea que empezaron a buscarlo mientras el viejo seguía tirado en medio de la sala y tenía los ojos bizcos como mirando esa mancha rojiza producto del tremendo golpe que lo dejó frío), mientras otros, decidieron llevar a mi pobre primo, que había destapado la botella y habían finado al tío, directo a la comisaria. Los resultados de la policía no llevaron a ninguna parte (osea que no lo llevaron a Piedras Gordas) porque resulta que es ilegal pegarle un tiro a la gente para acabar con ellos, pero parece que hay un vacío respecto a la muerte por un corcho: entonces lo dejaron libre. Respecto a la búsqueda del testamento, no había resultado. La mayoría de mi familia se había abandonado a esa furia que la desesperación entrega. Entonces algunos decidieron maldecir al del tío Segismundo y sus ideas sobre la discreción "nunca digas todo lo que sabes" por eso no dijo dónde había ocultado el testamento así como tampoco le dijo a mi tía Camilita dónde había dejado las pastillas para su taquicardia esa tarde en que mi tía Camilita le vino un paro cardíaco que la dejó tiesa (seguramente se iría al infierno porque la tía Camilita era una desgracia).

Así se prolongaron las circunstancias hasta el mismo día del entierro donde, ya en la despedida del occiso, se terminaron por agotar todas las vías posibles para descubrir el paradero de la susodicho papel (se fueron hasta el extremo de contratar a un brujo quien tenía un teléfono especial para llamar a los muertos y así tramitar la búsqeda del testamento por alguna pista o por el descubrimiento de tal hoja fugitiva)

-¿Sí, quién habla?- dijo un etéreo y vaporoso tío Segismundo desde el más allá
-¡Tío Segismundo! -dijo una de mis tías -¿¡dónde has mentido el testamento!?
-¡Qué te importa, vieja tetuda!

Y nos colgó...

Y tanto que insistieron por contactar con él, el tío Segismundo de asado (porque si algo característico había en él era su carácter furibundo) también colgó al brujo.

Finalmente ya abandonada la idea (y al brujo muerto) de que quizás ni había testamento y que seguro que el tío era un muerto de hambre y había estado estafando a toda la familia con este asunto del dinero. Todos se reunieron en el Camposanto para enterrar al viejo.

Cuando yo me acerqué a ese cuerpo delgado donde los huesos hacían relieve entre la ropa había un pedazo de papel metido en el bolsillo secreto de su saco. Haciendo como que lloraba me incline un poco sobre el cadáver y saqué el papel. Allí decía...

Lo del testamento era broma. Jódanse todos.